por A. Fernández González y M. Fernández Guasti
El artista conjuga en el crisol las inquietudes propias de su época, de su entorno y su horizonte.
Trasciende, no porque su horizonte sea muy amplio sino porque muchos otros miran hacia el infinito con los mismos ojos, con una sensibilidad compartida.
El cristalógrafo crece cristales en el crisol de platino tantas veces limpiado, tantas veces reutilizado. Lo dopa en cada crecimiento.
El ser humano mira a la mujer como su esperanza primordial para la preservación de la especie, el hombre la acaricia con sus ojos siempre pensando que algún día posiblemente la acaricie con sus manos. El escultor acaricia los senos y las piernas, los tobillos y el cuello que moldea. Rebaja, aumenta, corrige, confunde las caricias con la forma.
El artista mira donde el científico observa; observa detenidamente cómo se acumulan los átomos para formar moléculas que se depositan en el lugar preciso para formar las estructuras ordenadas. Crecen, pero no de manera caprichosa, crecen en un ambiente controlado...; controlado por los cristalógrafos que no son sino físicos que manipulan la semilla con destreza extrema, modifican la temperatura con infinita paciencia hasta lograr el punto donde los agregados tienen la energía necesaria para adherirse, pero no en exceso. Deben perturbar sólo mínimamente a la red cristalina para integrarse a ella, disipar su excedente de energía suave y lentamente.
La pieza esculpida puede ser frágil como el yeso, efímera como la cera, firme como el mármol o francamente dura como un bronce. La dureza, sin embargo, no corresponde a su resistencia al paso de los tiempos. Hay innumerables ejemplos de bronces que han acabado en la fundición de una campana o, peor aún, de un cañón. Trozos de piedra, otrora parte de una mano, una cabeza o un torso acaban siendo parte del muro de la mansión de un déspota. La permanencia y preservación de la obra escultórica depende de cuánto penetra en la corteza cerebral de los que miran. En la medida que las formas permean en el imaginario colectivo, conforman un andamio robusto de los tiempos.
Los cristales pueden, como el diamante, formar los materiales más duros a la fecha conocidos y, sin embargo, contradictoriamente, ceder con el mínimo esfuerzo en un plano de clivaje. Las estructuras lenta y amorosamente crecidas de cloruro de sodio, higroscópicas infames, se empañan y lloran con el agua.
El artista intuye, el científico también, pero lo hacen con propósitos distintos. El artista plástico intuye para trascender sus propias limitaciones, para recrear lo que es demasiado complejo si se expresase con palabras, o demasiado simple y bello para plasmarlo con el lenguaje curvilíneo del volumen. El científico intuye al cruzar la frontera del conocimiento, adivina de manera educada, genera así las hipótesis que le parecen razonables.
Ambos sufren y se regocijan en el proceso a veces creativo, a veces cotidiano. En ciertas ocasiones tratan de reproducir un efecto o una técnica, en otras se encuentran alejados de los caminos trillados y avanzan casi a tientas. Angustia y placer, los caminos están ineludiblemente conformados por dificultades, fracasos y éxitos. El alma jovial recupera en cada evento del sendero, ya sea sombrío, ambivalente o triunfal, la alegría de vivir.