Diez

De luz-wiki

A diez años de Acteal

Ángeles Eraña

A diez años de la masacre de Acteal, muchos recuerdan el olvido que quisiera hacerse eco para borrar lo que de por sí sucede: la injusticia, la impunidad, la complicidad y la falta de voluntad de nuestra clase gobernante para hacer de éste un país libre. Muchas veces parece que el olvido sólo se recuerda cuando duele, cuando nos recuerda que no debemos olvidarlo. Hoy, muchos buscan dilucidar los acontecimientos que tuvieron lugar en Acteal hace diez años: hay quienes dicen (porque difícilmente puede uno pensar que lo creen) que la explicación es simple “una serie de conflictos intercomunitarios e intrafamiliares desembocaron en la tragedia que todos conocemos”. Otros sabemos (porque lo creemos con verdad y con razón) que la explicación es compleja: un grupo de civiles muy probablemente entrenados por militares y armados con recursos gubernamentales perpetraron la masacre como parte de una estrategia gubernamental (vigente, por desgracia) para desmantelar las bases del EZLN. A pesar de lo que dicen para hacer que el olvido nos gobierne, no es posible olvidar lo que sigue sucediendo. Por ello quiero contar nuestra historia.

Esta es la historia de un grupo de personas cuyas voces son silencios – o, en todo caso, susurros – pero que fuimos partícipes de un pequeño pedazo de lo ocurrido. Resulta difícil narrar la cascada de hechos que presenciamos. Las vivencias que se escriben se convierten en historias y éstas pocas veces son capaces de expresar las marcas indelebles que lo sucedido deja en nuestros corazones.

Nos dimos cita el 21 de diciembre de 1997 en el zócalo capitalino para andar nuestro camino hacia lo que resultó ser la navidad más dolorosa de nuestras vidas. Íbamos tres autobuses bajo el manto de la entonces existente “Caravana Mexicana Para Todos Todo”. Venían, atrás, dos tortons con acopio. El 22 por la mañana llegamos a San Cristóbal de las Casas y decidimos, sin saber lo que habría de suceder, pernoctar ahí para esperar al acopio. No pudimos esperarlo: ese mismo día, alrededor de las 11 p.m. recibimos una llamada de los miembros del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas avisándonos de la masacre. La información era confusa: no se sabía exactamente qué había sucedido, no se sabía todavía el número de muertos; lo único claro era que habían muchos y que las policías habían estado presentes durante los acontecimientos no habían actuado, esto es, habían protegido a sus responsables materiales. Al colgar el teléfono nos invadió el miedo, un miedo paradójico: al mismo tiempo que era paralizante (y nos conducía inexplicablemente al baño), era un móvil para actuar. Todavía me pregunto, si nosotros tuvimos esa terrible sensación, ¿cómo fue el terror de quienes escuchaban la lluvia de disparos, de quienes estaban en la ermita?

En ese mismo momento nos sentamos a pensar cómo organizarnos para ir, la madrugada del siguiente día, a Polhó. Hicimos tres grupos: dos de ellos saldrían, en sus respectivos autobuses, el 23 de diciembre. Queríamos evitar a toda costa que se escondieran los cuerpos (como todo indicaba que sucedería). El otro grupo se quedaría en San Cristóbal para intentar buscar a los heridos, para entrevistarnos con ellos. Al narrar su propia historia, un herido, dice que, al tratar de huir, oía balazos y “corría ya muerto”. Ya muertos muchos vivos. La metáfora que dice que uno puede morirse en pedazos, que uno puede estar muerto en plena vida se nos vino encima con toda su fuerza: dejó de ser una metáfora, se convirtió en una verdad literal.

El 24 de diciembre, quienes nos habíamos quedado en San Cristóbal, subimos a Polhó. Llegamos al mismo tiempo que los 45 cuerpos. Los fueron bajando poco a poco de varios camiones donde venían. Un olor a descomposición invadió, lenta pero penetrantemente, todo nuestro espacio. Los ataúdes, desvencijados todos y algunos diminutos (los de los niños asesinados), fueron depositados en la cancha de basketball. Ahí estuvieron toda la noche, acompañados por el constante llanto de los sobrevivientes. Algunos de nosotros intentamos descansar, sabíamos que el día siguiente sería largo y duro: tendría lugar el entierro y la misa que impartiría Samuel Ruíz. Nadie logró conciliar el sueño. Si de por sí el sonido del llanto es doloroso, cuando uno está tan cerca de la muerte, del dolor y la tragedia, ese sonido se convierte en un eco intolerable. Esa noche todavía reverbera en mis oídos. Ese eco infinito provocado por una política de exterminio no dejará de sonar mientras no se haga justicia.

Después de la misa en Acteal volvimos a Polhó. Todo hacía falta: justicia, comida, techo, salud. Cada día había más niños y adultos enfermos. Un grupo de médicos que venían con nosotros empezaron a organizar la consulta con los promotores locales y con los que ya estaban desplazados. Así transcurrieron un par de días: tratando de organizarnos para aminorar las consecuencias de lo sucedido. El 27 de diciembre, sin embargo, la situación sólo empeoró.

Ese día, las autoridades autónomas nos solicitaron que hiciéramos un acompañamiento para traer a algunos de sus compañeros que se habían quedado en la comunidad de X’cumumal y que tenían miedo de emprender el exilio solos, temían ser atacados por los paramilitares en el camino. Eran, casi todos, zapatistas. Todos se habían quedado atrapados en dicha comunidad y estaban amenazados, tanto como lo habían estado antes quienes fueron muertos en Acteal. Nos organizamos: un grupo fue a pie, a mitad del camino entre Polhó y X’cumumal, para recoger a quienes, también a pie, habían ya recorrido parte del trayecto para llegar hasta su refugio: Polhó y los campamentos en sus alrededores.

En el camino del éxodo dieron a luz dos mujeres. Una de ellas, según relatan los compañeros que lo presenciaron, se percató de que iba a parir, cortó una hoja de plátano y se sentó en ella para dar a luz. A pesar de los intentos de la madre por que su alumbramiento no tuviese lugar en condiciones tan insalubres, su parto fue en medio del lodo y estuvo rodeado de su propia angustia por haber detenido a la caravana que iba caminando. Mientras esta mujer paría, el resto del pueblo caminaba, trataba de encontrar un refugio donde sentirse razonablemente protegido. En el camino se fueron sumando muchas personas pertenecientes a los distintos grupos que conforman esa geografía. Muchos, en particular, estaban afiliados al PRI, pero estaban en desacuerdo con las acciones de los paramilitares y sentían miedo porque habían sido presionados para apoyarlos. Las mujeres, los hombres, los ancianos con sus niños, saltaban literalmente de sus casas a la carretera cuando pasaban las multitudes caminando. Los gritos de otros miembros de sus comunidades, aun sin entender su contenido, eran aterradores. La gente no se arredraba, prefería huir aunque fuera amenazada por hacerlo.

Otro grupo de nosotros se quedó en Polhó: la mitad de éstos estaban ocupados en construir letrinas y montar casitas temporales (toldos que hicimos con plásticos – restos de espectaculares – que nos habían donado y que en un principio habíamos dudado mucho en llevar con nosotros). La otra mitad de ese grupo nos quedamos en la puerta de Polhó para recibir a los nuevos refugiados: el Concejo Autónomo nos había pedido que fuéramos guiando a quienes llegaban a sus refugios: un par de cuartos (los salones de la escuela, la cocina comunitaria) que muy pronto estuvieron llenos a tope; algunas pocas casas recién montadas con los toldos de los que ya hablé, evidentemente sin paredes y cada vez más hacinadas.

Mientras esperábamos la llegada de la gente, se nos acercó Domingo Pérez Paciencia (presidente municipal autónomo) para informarnos que venían en el camino alrededor de 3,500 personas, más o menos el doble de la población que normalmente habitaba Polhó. Nos dijo que entre dichas personas venían varios priístas que huían de sus comunidades por temor. Nos dijo también que iban a aceptar a todos por igual, que no se haría ninguna distinción.

Había ese día una llovizna pertinaz que nunca cesó. La gente llegaba lentamente, cansada y empapada, cargando las pocas pertenencias que había podido llevar consigo, temblando de frío y de miedo. Les dimos primero un ponche que habíamos preparado con las frutas que llevábamos, después (cuando la fruta se acabó) les dimos agua con azúcar. Eran tantos los que llegaban que al final sólo podíamos ofrecer agua caliente. Nada de lo que hacíamos podía aliviar el dolor que sentían, el terror que la amenaza de ser asesinados debe traer consigo.

Una vez todos llegados, ya bien entrada la noche, intentamos descansar. El silencio característico de la noche nuevamente se pobló de llanto: era el llanto de los niños enfermos, el lamento de las madres que no saben cómo proteger a sus niños, de los adultos que no se explican lo sucedido. Nos preguntábamos dónde estábamos, el único susurro que respondía era la ausencia de nosotros mismos. Uno de nuestros compañeros perdió el habla por un par de días, tuvimos que llevarlo al río (de agua helada) para que volviera en sí mismo, para que pudiera seguir andando, para que pudiera articular el llanto que había contenido.

Los campamentos de exiliados que se habían formado alrededor de Polhó y Polhó mismo estaban completamente hacinados. Las enfermedades, ya de por sí presentes, empezaron a cobrar vidas: dos bebés murieron por enfermedades respiratorias que el frío, la intemperie, el hacinamiento y la falta de higiene sólo agudizaban. Otro bebé, de nueve meses y cuya madre estaba desaparecida, sólo podía expresar el dolor que le producía la ausencia de su madre dejándose morir. Este bebé llevaba ya un día de haber llegado y no probaba todavía alimento. Varias mujeres se ofrecieron de nodrizas, todas intentaron amamantarlo. Pasó de brazo en brazo, pero el bebé se negaba a recibir el amor de una madre que no era la suya. Los médicos, desesperados y cargando a cuestas una terrible sensación de frustración por no poder detener lo que empezaba a tener visos de una escalada de muertes, intentaban darle leche materna, de fórmula; en mamila, en cuchara, en gotero. De pronto, sin que nunca hayamos entendido cómo o porqué, abrió su boquita y ahí entraron las gotitas de una leche materna que habíamos vaciado en una cucharita. Sentimos un gran alivio: la vida parecía vencer a la injusticia.

Mientras tanto, la Cruz Roja Mexicana quiso entregar un lote de medicamentos caducos. La gente subía y bajaba. Uno de los asesinos pasó por la carretera en cuyo pie está Polhó y fue detenido por la población. Al rato, las autoridades autónomas lo entregaron a las supuestas autoridades competentes quienes lo dejaron libre poco tiempo después. En esta situación llegó el año nuevo. Era la noche del 31 de diciembre de 1997 cuando los pobladores de Polhó nos solicitaron hacer, con ellos, una cadena humana en la puerta de la comunidad. Los militares habían venido a apostarse a lo largo del poblado en una clara actitud de intimidación. Salimos todos quienes estábamos. Nos tomamos de la mano, con la sola intención de impedir que los camiones y las tanquetas militares se internaran a la comunidad. Estábamos ahí, en silencio, con miedo, tomados de la mano. De pronto, varios soldados saltaron de adentro del poblado; nos brincaban para llegar a la carretera, donde estaba el resto de los militares. Un soldado nervioso nos cortó cartucho, apuntándonos. Seguimos ahí, parados, tomados de las manos. Sin entender cómo, los militares emprendieron la retirada. Hubo un grito común, un grito de alegría (el primero de estos días). Ese grito, para nuestra tristeza y rabia, se sofocó tan pronto como cruzamos la puerta de Polhó y percibimos la cruel realidad. Se había cometido un crimen de estado y, por tanto, la posibilidad de que se esclareciera parecía remota. Unos días después tuvimos que volver al D.F.; muchos días después seguimos a la espera de poder emitir otro grito como aquél.

Hoy, más que en mucho tiempo, Acteal es un botón brutal de una muestra cotidiana (ahí están Atenco, Oaxaca, la creciente persecución de luchadores sociales, la paramilitarización en Chiapas, para testificarlo). En aquel entonces éramos muchos los que estábamos, los que estuvimos. Hoy día los ecos son menos numerosos, pero igualmente sonoros. Nuestro testimonio, como dije, es un susurro, pero la fuerza que la razón le da la convierte en un alarido para que se haga justicia, en una muestra más de que la historia no es como las elites gobernantes la cuentan.